Lenguaje, tiempo y cuerpo: una aventura poética para toda la vida


 Por Nancy Cavallaro Orence

En una acogedora habitación, un padre lee a su pequeño hijo un cuento, el niño, sentado sobre el regazo de su padre y al amparo de sus brazos y su voz. El padre, con el libro abierto entre ambas manos, narra la historia contenida en una hermosa y colorida edición: gesticula, entona, hace pausas de suspenso, crea una atmósfera que sin duda complementa y enriquece el texto. El niño está absorto, con la mirada atenta a cada ilustración en la medida en que su padre avanza en el relato. Está en absoluto silencio y, a veces, da la impresión de que no se encuentra en la habitación, que su pensamiento está junto al protagonista en la aventura más extraordinaria que pudo imaginar.

 

La escena descrita anteriormente es una escena ideal. Es la escena que todo mediador de lectura sueña para cada niño, para cada niña.

Niño y niña, luego de amamantarse de la leche y de las palabras de su madre, luego del aprendizaje de los rituales adultos que conforman la dinámica familiar, escuchar a viva voz un cuento o un poema, disfrutar y palpar un libro cuyas imágenes puedan hacer revivir por siempre la experiencia de esa lectura en compañía y, posteriormente, poder decidir leer los libros que le ayudarán a construirse como sujeto libre, se convierte en la representación de lectura que desearíamos como situación cotidiana. Sin embargo, muchos de los elementos allí presentes y otros implícitos casi siempre están ausentes para la mayoría. 

La experiencia vital de la lectura está relacionada directamente con el entorno inmediato del niño: el hogar y su comunidad, de allí se amplían sus vínculos hacia el mundo, en primer lugar, la escuela. Sin embargo, en estos últimos años, el desarrollo de políticas públicas en materia del libro y la lectura se ha visto gravemente afectado por diversas razones. Para amplios sectores de la población, se achicaron las posibilidades de relación con las obras literarias universales, nacionales y regionales. Por ello, hoy nos preguntamos: si no es en la escuela el espacio para esta relación, ¿en dónde es? Si no es la maestra o el maestro el adulto mediador que haga posible un tiempo y un lugar en el que cada chiquitín pueda apropiarse de los textos y desplegar sus propias experiencias de lectura, entonces, ¿con quién es?

Un espacio de discusión para tratar el tema de la lectura literaria en la escuela es, más que necesario, urgente.

Entro en materia…

Con ese lenguaje que pensamos y nos construimos, también construimos el mundo y un relato intersubjetivo con los otros. Damos forma y contenido a lo que sentimos gracias a la interacción verbal que iniciamos en casa y que luego ampliamos cuando recibimos toda la sabiduría popular: sus refranes, oficios, relatos, gestos y entonaciones propias de la cultura, la lengua, las formas de decir y de percibir. Posteriormente, para ensanchar aún más nuestro horizonte de sentido, la escuela se convierte, como dijo Graciela Montes, en la Gran ocasión.

El lenguaje que nos constituye es, entonces, el aliento que activa e intensifica nuestras experiencias en su relación con las cosas, los seres y las palabras. A mayor amplitud del lenguaje, más posibilidades de disponer de miradas distintas sobre el mundo y habitarlo de otras maneras, construir caminos que nos lleven hacia nosotros mismos y hacia realidades distintas a las nuestras. La lectura literaria se convierte, entonces, en esa aventura que nos lleva a relacionarnos de otro modo con el mundo y con la vida (no digo que mejor, sino de una forma distinta).

El libro como unidad estética y de sentido, el poema, el cuento, la ilustración son, para niños y niñas, una invitación al juego, valga decir al asombro, a la imaginación, a la creación de mundos. El derecho a vivir esas experiencias les pertenece y nosotros estamos en la obligación de brindarles todas las posibilidades para lograrlo.

¿Qué implican esas posibilidades? Construir un tiempo distinto al del tradicional ritmo escolar. Tiempo para relacionarse íntimamente y también colectivamente con los libros, con el relato leído o escuchado, con el verso, con la imagen. Dialogar con el libro es un reto que requiere oído atento para escuchar otras voces, para construir sentidos, para que el texto los remueva y los conmueva, para que la palabra le haga eco en lo profundo, para que gane la experiencia frente a los estímulos instantáneos de las pantallas. Porque, en todo caso, la relación que se hace con la literatura es de descubrimiento personal, y cada camino será distinto y tan largo como sea necesario para cada quien.

La materialidad del libro, las ondas sonoras de la voz que lee, que entona, el silencio, la pausa, los gestos que acompañan el asombro, el miedo, la risa, la sorpresa, las manos que expresan qué tan grande o pequeño es el monstruo, la mirada que se encuentra con otra mirada, la calidez del ambiente, la presencia del otro, de los otros, sin duda, enriquece la experiencia y se convierte en un referente para el resto de la vida. Esa es una aventura que merece ser vivida.

 

II 

Silvia, de dos años y medio, ya hablaba bastante. Una y otra vez pedía que leyera el cuento El conejo y el mapurite, solo para escuchar la parte en la que el mapurite le echa un chorrito de pipí a la preparación del tabaco que le da a fumar al conejo. A los tres años me mostró un peculiar detalle en las ilustraciones de El regreso a clases de Roberta. A los seis años escribió e hizo un libro titulado Sofía y la familia oso. A sus nueve años, escribió un poema. Silvia es mi hija y creció entre libros, no hice con ella nada distinto que leerle y dejar buenos libros a su alcance.

Abraham, de cuatro años, hablaba poco y se le comprendía menos. Su papá pensaba que tenía alguna dificultad, su mamá sabía que no tenía las herramientas ni la paciencia para ayudarlo. Ambos decían que su comportamiento era casi terrible. Instauré con él una rutina sencilla de cuatro actividades centrales, entre ellas, conversar (que implicaba escucharlo atentamente) y leer cuentos.

En cada clase sumaba un libro nuevo a la jornada hasta que nos vimos leyendo cuatro o cinco libros cada vez. Abraham, ya adaptado a la rutina, me decía: es hora de leer, yo te leo a ti y tú me lees a mí. Y así hacíamos: él, con la historia ya aprendida de memoria, pasaba su dedito índice por cada palabra, entonaba la voz de cada personaje, me mostraba las ilustraciones, llegado el momento más interesante de la obra, hacía que se sorprendía, o se asustaba, o lloraba, o gruñía, según el caso.

Poco a poco, abandonó las conversaciones sobre superhéroes y empezamos a tener conversaciones, digamos, más literarias. Empezó a hablarme de sus libros favoritos, a contarme por qué le gustaba más este que aquel, cuáles eran las mejores ilustraciones, hacía referencia a los libros por sus títulos y a hacer comparaciones con la vida y el mundo. Abraham me dijo que me quería. Abraham fue mi alumno y aunque en su casa no creció entre libros, tuvo una maestra que los puso a su alcance, que encendió la curiosidad por el contenido que había en ellos y que mostró cómo funciona la dinámica de la lectura en su relación con la voz, la palabra, el cuerpo, el lenguaje.


III 

La experiencia nos dice que no es cierto que a los niños no les gusta leer. Lo que no les gusta son las prácticas escolares de lectura. La rima pícara, el juego con el lenguaje, la tonalidad de las palabras, el ritmo, las formas de contar el mundo y sus cosas, las ilustraciones, los formatos del libro y la voz que acompaña la aventura, eso sí los entusiasma. Toda literatura es infantil en el sentido de que, como el juego, inventa, crea mundos posibles, hace una metáfora del mundo, por ende, la literatura presente en el aula, resonando junto a la algarabía de niños y niñas, podría ser el mejor lugar para florecer.

Para que experiencias como las de Silvia y Abraham se multipliquen, hay varios elementos que han de estar presentes: adultos atentos a sus intereses y necesidades, variedad de libros, lectura entusiasta y emotiva, tiempo y afecto. Urge, entonces, sensibilización y formación en literatura, no basta con dotar las bibliotecas escolares, ni es necesario dar a maestros y maestras estrategias, recetas, dinámicas sobre qué hacer con la poesía o con el cuento. Lo que sí es imperativo, es desmontar definitivamente aquella vieja creencia de que la literatura debe dejar alguna enseñanza moral o que debe estar al servicio de la gramática o que, en general, sirve para aprender algo, porque si de algo sirve es, precisamente, para dejarnos más dudas, con más sed y con más ganas de seguir escudriñando en sus entrañas. Maestro y maestra deben ser lectores para que puedan seleccionar y brindar sensiblemente sus experiencias de lectura, para que puedan generar el encuentro con la diversidad de lenguajes presentes en el libro, para que se dejen llevar por el juego y conecten con su propia infancia. 

 


Para hacer de la lectura una aventura poética para toda la vida, hay que construir el tiempo y el espacio para la experimentación y la ensoñación compartidas y mediadas por la palabra y los distintos lenguajes con los cuales generamos un imaginario colectivo. Las niñas y los niños deben escucharnos leer, leer para otros y para sí mismos, estar en contacto permanente con verdaderos y buenos libros de literatura para que, llegado el momento, puedan escribir su propia historia.



Fragmento de la ponencia presentada en el

Coloquio de Literatura Infantil y Juvenil

«La aventura de leer en la escuela»

Filven, capítulo Zulia, julio de 2023

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