Por:
Nancy Cavallaro
… hay
quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá
de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las
palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un
río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la
otra margen es lo que importa… A no ser que esos tales ríos no
tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella,
su propia orilla, y que sea suya y sólo suya la orilla a la que
tendrá que llegar.
Fragmento
extraído de
La
Caverna
José
Saramago
I
A
Patricia su abuela le cantaba cuando era niña. Las dos acostadas en
una hamaca, la una cantando y la otra escuchando y disfrutando de la
palabra entonada y del calor del cuerpo maternal consentidor que la
abrazaba. Ellas compartían algo más que un simple rato juntas. Ya
adulta, Patricia reconoció que esa palabra cantada por la abuela la
impulsaría más tarde a buscarse a sí misma en los libros y, luego,
la invitaría a desprenderse, signo a signo, sobre una hoja de papel.
Patricia, buscándose, descubre que permanece en el regazo de su
abuela escuchándola cantar.
Cuando
queremos tomar el hilo con el que anudar verdaderamente nuestra vida
al pasado, no lo hacemos leyendo los libros de historia sino
regresando al vientre materno, a la cuna y al primer hogar con todo
su universo simbólico que nos brinda una particular forma de
relacionarnos con el mundo. Antes de aprender a decir la primera
palabra ya es mucho lo que hemos escuchado y sentido, cada quien, de
una forma singular. La dinámica familiar, la cocina y sus sabores,
los rituales adultos, las temperaturas, los objetos y también las
tradiciones culturales, la música, la canción infantil, los cuentos
de espantos, los refranes… se conjugan para configurarnos como
parte de la familia, del barrio, del pueblo. Sin embargo, cada
elemento, cada olor, cada expresión retumba dentro en intensidades
distintas para cada quien, he allí el misterio.
II
Edgar,
entre otras cosas, no tuvo libros y recuerda como episodios
fundamentales en su vida la llegada de una vecina que llevaba de
regalo un par de enciclopedias y la visita que un día hiciera a la
biblioteca de la escuela y en donde conociera la luna y sus enigmas.
Ya siendo un joven universitario su sed de respuestas fue adivinada
por un profesor que se ofreció como puente entre él y los libros, o
quizás no adivinó nada y tendió el brazo como un simple gesto
cotidiano, pero que significó para Edgar el inicio de una
transformación hacia adentro que desembocó en una comprensión
distinta de su mundo y sus orígenes.
Cuando
queremos juntar las palabras con lo que emerge del fondo de nosotros
mismos, no lo hacemos revisando el diccionario sino generando un
espacio fundamentalmente emocional en el que podamos pensar
autónomamente, en el que podamos soñar libremente y donde podamos
reelaborarnos en una narrativa interior y profunda con la que podamos
unir el fondo y la superficie, el centro y el borde, el pensar y el
hacer para dar forma, sustancia y sentido a nuestras experiencias.
III
Cuando
aún Nancy no aprendía a leer y a escribir, su hermana, seis años
mayor, y ella practicaban un juego de palabras que debían expresar
rápidamente y que tenía como condición fundamental que cada
palabra lanzada a la otra comenzara con la sílaba con que finalizaba
la anterior en el que, en una especie de contrapunteo, perdía quien
se quedara sin nada para decir. Sa – sapo – pote – tela –
lata… y así hasta que, por lo general, Nancy perdía. Su hermana
le llevaba una ventaja abismal de casi toda la escolaridad primaria,
sin embargo, Nancy poseía un tesoro invaluable: tiempo para el
juego. Nancy en su soledad se repetía palabras a sí misma,
intentando fijarlas en la memoria destinada al juego con su hermana.
Palabras con ta: tapa, taza, taco; palabras con pa: papa, palo, pata;
palabras con la: lata, lazo, lana. Igual, siempre perdería porque no
manejaba las reglas del idioma escrito, pero ganó mucho más que un
nutrido diccionario mental infantil organizado por sílabas de uso
común en el juego, aprendió a pensar su lengua y a disfrutarla.
Cuando
queremos entender el misterio de las relaciones humanas y de éstas
con el mundo, no buscamos en las teorías, sino en la natural
práctica infantil de repetirse en las palabras. El lenguaje, que
espera de nosotros para ser amasado, volteado, movido y removido, nos
ofrece la aventura peligrosa pero fecunda de ser igualmente amasados,
volteados, movidos y removidos. El lenguaje con el que pensamos, con
el que nos construimos en un relato intersubjetivo, con el que le
damos forma, movimiento y materia a lo que sentimos y a lo que
soñamos resulta de una antigua costumbre: interacción verbal.
Recibimos, primero, y luego ofrendamos toda la sabiduría popular,
posteriormente, los libros y la literatura amplían nuestro horizonte
de sentido hasta que nos encontramos, de nuevo, en un juego verbal
que no acaba jamás.
IV
La
palabra infancia
viene del latín infans,
in-
que expresa un valor de ausencia o contrario a la palabra que
acompaña, y el verbo fari,
hablar, pero específicamente, expresarse un público de manera clara
y comprensible. Tenemos, entonces, que Infantia
es
la ausencia o negación del habla. “Cuando
los adultos hablan, los niños callan”,
escuchamos decir por ahí, pero como vimos en líneas anteriores -y
no por verlo sino por vivirlo- cuando decidimos buscarnos, cuando
queremos descifrar aquello que se asoma prudente desde el fondo de
nosotros mismos, cuando queremos entendernos en relación con el
mundo interior y exterior, acudimos a nuestras primeras experiencias
infantiles y la razón es, justamente, porque ese niño, esa niña,
tiene mucho que decirnos.
La
infancia es una energía movilizadora, una forma de estar con el
mundo, una capacidad de elevación que permite entender que lo
esencial, a veces, es lo que está a simple vista, al roce de la
mano, es fijar la atención a lo minúsculo, lo secundario, lo
accesorio, e incrementarlo a su verdadera potencia. Lo inesperado, lo
espontáneo, la inquietud, la rebeldía, la subversión, el asombro,
la fascinación, la posibilidad, son consideraciones propias de la
infancia y, por supuesto, el juego. La infancia es, fundamentalmente,
juego -a no ser que el frío, el hambre, el acoso, el destierro o la
bala la trastoquen- cuando decimos jugar, decimos crear mundos. Los
juegos son mundos posibles.
V
El
lenguaje que nos constituye y nos delínea, que impulsa, activa e
intensifica la experiencia humana en relación con el mundo,
establece el mecanismo que hace posible emprender el camino de la
vida en sociedad, de la convivencia, de la gestación y concreción
de un proyecto común. La palabra puede ser bastión y desafío,
motor de resistencia, sustancia de múltiples dimensiones para la
movilización; podemos decir “nombrar el mundo es hacer el mundo”,
pero llegados a este punto, la pregunta que salta a la conciencia es
¿quién nombra el mundo?

VI
Paulo
Freire nos dice que “la lectura del mundo precede siempre a la
lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de
la lectura de aquél”
(1981:6), antes de leer la palabra escrita, leemos el mundo
particular en el que habitamos y lo hacemos, en principio, con
nuestros sentidos. El hogar, lugar primero donde se inicia el tejido
de la memoria, es el espacio donde hacemos los vínculos iniciales
con el mundo, nos vamos relacionando con quienes nos cuidan y
atienden, con los olores y los sabores, con las caricias y la calidez
o indiferencia de las frases, con los objetos y con su gente, sus
tradiciones, celebraciones y sus lenguajes en el que se nos presenta
un mundo más allá de lo material inmediato y que empieza a nutrir
nuestro universo infantil de significaciones. Por otra parte, el
barrio, la comunidad, la ciudad, espacio social público compartido,
no sólo es el espacio físico, geográfico, territorial, implica
también el espacio simbólico en el que somos tejidos y en el que
tejemos otras formas de hacer y conocer.
Leemos
desde lo que somos, desde nuestros sistemas de creencias y haceres.
Partiendo de esta premisa, entendemos que la lectura es una práctica
sociocultural, dinámica y multidimensional determinada por
diversidad de factores, no limitada a los textos escritos y no
reducida al claustro académico, por tanto, la lectura sostiene sus
bases en su sentido vital, aquel que acentuando el vínculo con la
historia y con el territorio, con las pequeñas memorias y con el
hogar, da como resultado un acontecimiento maravilloso, plural y
genuino, al mismo tiempo, que se rebela contra la lógica impuesta
desde el didactismo.
Queremos
pensar la lectura desde su sentido vital, desde lo que significa para
cada lector en su experiencia personal en relación a los distintos
vínculos intelectuales, afectivos, emotivos, ideológicos, políticos
y culturales y sus contextos concretos. El recorrido profundo que
hagamos sobre cada una de nuestras experiencias concretas con el
lenguaje, con los libros, con la lectura, nos remitirá al camino de
la infancia con sus vínculos a las tradiciones culturales, a la
musicalidad de las palabras, a las presencias y ausencias que nos
acompañaron, a los hábitos escolares y sus tensiones con la otra
realidad, en fin, este recorrido será el inicio de un avance hacia
nosotros mismos para regresar acompañados del niño, de la niña,
que fuimos y conducir así nuestro mundo de significaciones.
¡Juguemos
pues!
En
las referencias:
BORDELOIS,
Ivonne
(2004): La palabra amenazada. Monte Ávila Editores Latinoamercana.
Venezuela.
FREIRE,
Paulo (1986): Importancia
del acto de leer. Siglo
XXI. Argentina.
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